lunes, 1 de febrero de 2016

EL AGUIJON DE LA MUERTE

Cuando se acercó a la cuna de la recién nacida experimentó un temblor que lo hizo trastabillar. Entornó los ojos y con disimulo la contempló con impudicia. Sintió asco de sus propios sentimientos, se avergonzó, pero sólo fue por unos pocos segundos, el aguijón maligno ya había sido clavado en su corazón.
Con una sonrisa taimada preguntó a la Reina:
_ ¿Cuándo será el bautismo?
_ Cuando lo disponga, padre _ le respondió orgullosa de su niña.
_ En una semana, entonces.
El joven monje, tras una breve reverencia, se retiró satisfecho. "Esperaré, llegado el momento, la gozaré, la paciencia es una de mis virtudes". La codició, como nunca codició riqueza alguna.
Esa noche en su celda, reflexionó:
_ ¿Que me ha sucedido esta mañana en palacio? ¿Qué sentir oscuro se ha apoderado de mi espíritu?
Se postró en tierra, tomó el látigo y comenzó a flagelarse; debía disciplinar sus pensamientos, purificarlos.
Mammón, demonio de la codicia, observaba la cruel escena y sonreía. Él, en complicidad con Asmodeus, demonio del deseo carnal, habían tentado al clérigo por diversión. Se habían propuesto tentar y envilecer al necio que se consideraba santo. Lo estaban logrando.
Los años pasaron y el veneno de la corrupción corría con fuerza en las venas del monje. Todo castigo que impuso a su atribulado espíritu y a su frágil cuerpo para acallar la tentación, fue vano.
Los dieciséis de la princesa desató la borrasca.
El monje se presentó contrito delante de la Reina y pidió autorización para confesar a la joven.
_ Es voluntad de Nuestro Señor que se presente limpia de todo pecado ante el pueblo que la ama y venera.
La Reina no puso objeción. El monje, con sumo respeto, la condujo hasta la capilla. La soledad del recinto lo beneficiaba.
Tomaron asiento en un banco labrado, cercano al altar de piedra.
Mientras la Princesa  enunciaba sus faltas, tontas e intrascendentes, el monje se regodeaba en las curvas del cuerpo núbil que rozaba su hábito.
Deseó aprisionarla en sus brazos, probar esa boca carnosa que durante tanto tiempo le provocó insomnio, deslizar sus manos sobre esa piel blanca como la espuma del mar.
Sin contenerse, la poseyó, con violencia, con desesperación. La niña gritó aterrorizada, sin comprender lo que sucedía. El la golpeó con fuerza para callarla. Lo consiguió, aunque la cabeza de la Princesa se estrelló contra el filo de la piedra del altar, muriendo al instante.
El orgasmo le impidió percatarse de la muerte de la Princesa. Cuando se serenó, comprendió la gravedad de su pecado. Agobiado, buscó una salida para ocultar su crimen.
Debajo del altar, existía una cripta...allí depositó el cadáver. Nadie sospecharía.
La ausencia de la Princesa produjo un gran revuelo. Se la buscó por todo el reino infructuosamente. Hasta se ofreció una recompensa por noticias sobre su paradero. Todo fue inútil. Ella no apareció.
Nunca se sospechó del monje que, durante las tardes, acudía solícito a consolar a la Reina.
Los demonios, Mammón y Asmodeus, se felicitaron. "Hemos logrado nuestro cometido. Brindemos por eso", rieron chocando unas copas que desbordaban sangre de pervertidos.
Perséfone, "La Reina de los Muertos", enterada de la conducta aberrante del clérigo, juró vengar al alma inocente de la Princesa. Su pasado, también signado por el ultraje y la humillación, clamaba venganza. Siendo una inocente doncella, fue raptada por Hades, dios del inframundo,  dejando a su madre en la desolación. "La Princesa será resarcida", exclamó con vehemencia.
El monje vivía atormentado por los remordimientos. Ayunaba, se flagelaba, oraba a toda hora...nada resultaba, el rostro sorprendido y sin vida de la niña lo perseguía sin darle tregua.
Su apariencia reflejaba su terrible pecado: encorvado, delgado hasta los huesos,  piel amarillenta y apergaminada.
Un anochecer, cuando los monjes caminaban con parsimonia hacia la capilla para rezar vísperas, escucharon unos graznidos tétricos. Asustados y conmocionados, corrieron a refugiarse en los distintos pabellones del claustro. Cuando el silencio volvió a reinar, con temor, fueron asomándose al patio.
Estaban todos, menos el confesor de la Reina. Perplejos, se desgañitaron llamándolo. Nada.
Su celda, vacía. Nadie pudo explicar su desaparición, tan extraña como la de la pequeña Princesa.
Los monjes, hicieron rodar un fantástico rumor. El piadoso monje, que pasó su vida rezando y ayunando, fue arrebatado a los Cielos por un Angel del Señor.
Nosotros, tú y yo, querido lector, sabemos que no fue precisamente un premio lo que recibió el monje codicioso. Perséfone envió una Harpía, monstruosa mujer alada, que raptó y torturó al infeliz monje de camino al cuarto infierno, donde hasta hoy permanece sepultado en un pantano de fango y excrementos, suplicando clemencia. Clemencia que nunca le será concedida, como él no se la concedió a la dulce Princesa.

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